La vieja normalidad

La normalidad es lo que sucede día tras día, aquello a lo que uno se acostumbra.

Después de cincuenta años, el Supremo estadounidense ha dejado de reconocer el derecho a abortar mediante la derogación de la sentencia que garantizaba la legalidad del aborto en todos sus estados, abriendo la puerta al enjuiciamiento de mujeres que decidan interrumpir el embarazo.

Las noticias que llegan de Ucrania nos muestran a un pueblo cercano al nuestro, gente con la que es fácil empatizar, viendo sus casas y sus barrios derruidos, su derecho a la vivienda negado, sus familiares dispersos o enterrados, y la posibilidad de un retorno ya imposible porque los hechos consumados así lo impiden.

Abdulaziz Abdullah Al Ansarialto, un funcionario catarí encargado de supervisar la seguridad del próximo mundial de fútbol de Catar, advirtió de que las banderas arcoíris podrían ser requisadas para “proteger” a los visitantes de ataques. Restringir derechos con la excusa de proteger al oprimido de sí mismo es una una vieja excusa, de las más baratas, de los pensamientos opresores. En la Rusia en la que se celebró el mundial de fútbol de 2018 se perseguía la exhibición de todo lo que no fuera heteronormativo. En un lugar mucho más cercano, la España de hace unos años, la homosexualidad, ya legal, era perseguida socialmente con actos homófobos de mayor o menor grado: desde burlas hasta palizas. Ésa era la vieja normalidad. Resultaba muy sencillo adherirse a comportamientos de desprecio o de mofa y por muy demócratas que nos creyéramos estos comportamientos no se empezaron a corregir en parte hasta bien entrado el siglo XXI.

Vivo en una ciudad en la que cualquier pareja enamorada puede pasearse de la mano, vistiendo como le dé la gana, sin ser increpados o mal mirados —salvo, quiero pensar, escasas excepciones—. En esta ciudad se proyectan películas en las que, de manera normal, dos mujeres que se aman se besan con naturalidad y ternura. Esas mismas películas son censuradas en decenas de países.

Son recordatorios de que los derechos conquistados son frágiles, no se trata de banderas o pedazos de terreno, sino de consenso y reconocimiento, y en el caso concreto de España nos toca muy de cerca: las últimas elecciones en nuestro país las ha ganado una derecha que durante la historia de la democracia y con especial insistencia en los últimos años ha puesto mucho empeño dar marcha atrás en lo que a libertades individuales se refiere, respecto a la ley del Aborto, por ejemplo, y también —con especial tozudez, por cierto— respecto a la derogación de la Ley Matrimonio Igualitario, que reconoce el derecho al matrimonio de las parejas homosexuales, con todo lo que ello implica, entre otras cosas el derecho a formar una familia socialmente reconocida como tal. Es cierto que uno puede verse beneficiado o no por estos derechos, pero, si el derecho es un consenso, es necesario su reconocimiento por una mayoría de la sociedad, sea objeto o no del derecho en sí.

Ahora hay que ser parte pacífica del conflicto y decidir el lugar en el que se está: el de los principios y la empatía o el del capital y la propaganda, que en muchas ocasiones se divorcian irremediablemente. Si los derechos humanos importan, deberíamos dejar de quemar gas ruso de inmediato, de lo contrario estamos poniendo un precio a las vidas que se pierdan en la guerra. Quien sienta respeto por el derecho a decidir de las mujeres, sea cual sea su tendencia política, tendrá que reconocer que no existe una alternativa al derecho al aborto que respete la libertad la mujer, que la derogación supone la imposición de una moral. Es esencial no dar un paso atrás, no ceder un centímetro en el reconocimiento de derechos ciudadanos. Si la celebración del Día del Orgullo es algo más que la decoración de unos cuantos bares de moda, o el colorido de un anuncio de vodka, si de verdad tiene un significado como acto social, como reivindicación de igualdad de derechos, nos deberíamos plantear qué significa la participación de España en el Mundial de Fútbol de Catar: ¿es algo que acerca a los cataríes a nuestros ideales de libertad o nos acerca a nosotros a su homofobia institucionalizada? Quizás, ya nos estamos acostumbrando a la vieja normalidad.

G.G.Q.
Madrid, 28 de junio de 2022